viernes, 26 de marzo de 2010

Flâner

Aún quedan casas de madera en Phnom Penh, en esta ciudad que tantas veces dije no es la verdadera Camboya (el 80% de la población vive en las zonas rurales), y sin embargo es parte tan verdadera de este país como el arroz o los niños.

Me gusta coger la bici de vez en cuando y pasearme, deambular por la ciudad, descubriendo calles, rostros, pasos.

De una de las grandes avenidas hacia el sur sale, perpendicular, una calle chiquita, tranquila, que recorro sin prisa aferrándome a la bici como si me mantuviera a salvo de no sé qué. La calle resulta ser un callejón sin salida, lo que me obliga a recorrerla de nuevo, permitiéndome observarla bien.

La vida en esta calle es tranquila, contrasta enormemente con la saturación de la avenida principal, en la que el tráfico de coches, motos, tuktuk, camiones y alguna bicicleta, asfixia. No, aquí la gente hace vida en la calle, se sientan en la puerta de sus casas, hablando, riendo, compartiendo. Una chica en cuclillas sostiene y acaricia una tortuga de tamaño considerable mientras dos chicas más la miran y charlan con ella. Una mujer cose en la planta baja de una casa. Un hombre se ocupa de un trocito de huerta, la mujer y los niños enredan en el patio delantero. Hay árboles, se oyen pájaros. Muchas de las casas son de madera. Niños que juegan y corren y ríen. Las casas son pobres (no las más pobres de Phnom Penh), sencillas, y hay cierta dignidad en esta pobreza, en este pequeño pedacito de ciudad. Y en la ciudad, la pobreza nunca suele ir acompañada de dignidad.

Respiro tranquilidad y vuelvo a la avenida saturada de tráfico para entrar en el siguiente callejón.

A la entrada de la siguiente calle (una calle circular) hay guardas de seguridad y varios tuk tuks de los que no me percato hasta la salida. Desde la entrada de la calle se ve un edificio enorme, una mansión que llama la atención por sus dimensiones y su diseño no excesivamente hortera, y a medida que avanzo comprendo que esta es una calle residencial de alta alcurnia, donde los muros que rodean a las mansiones compiten en altura, siempre dejando ver la grandiosidad del edificio que semiesconden. A medida que avanzo también me doy cuenta de que, de la mayor de las mansiones, asoman las cámaras de seguridad y ondea, impoluta, la bandera de la Unión Europea: el edificio no es una oficina, es una casa residencial. Me quedo sin palabras.

Esta calle también es tranquila: la gente hablando en las puertas abiertas de las casas ha tornado en guardas de seguridad aburridos, silenciosos, solitarios, que me miran al pasar. Una mujer (no asiática) hace footing en la calle, seguida por un niño rubio en bicicleta que debe de ser su hijo. La mujer sólo corre por esta calle: una vez completa la vuelta, comienza de nuevo. No sale de esta calle.

Sí, también Phnom Penh es Camboya... Una calle esconde, como reliquias, las casas de madera que abundan por el resto del país. La calle de al lado nada en la opulencia, dando cobijo a los representantes de nuestros países aquí... Esto es Camboya...

martes, 23 de marzo de 2010

Camboya me duele

Mire donde mire, hay injusticia.

Hay tantas cosas que me duelen estando aquí, que no son posibles aceptar y que sin embargo he tratado de esconderos...

Pensé que estaba siendo negativa durante mucho tiempo, que debía mostraros no solamente la parte mala de todo esto, que debía ser positiva en mi forma de mirar la realidad. Escribir un blog alegre, como el de Víctor o el de David o el de otros compañeros.

Y sin embargo, la realidad es que hay injusticia y pobreza en todas partes, que se traduce en cifras escandalosas en los informes de NNUU, y que son más fáciles de digerir bajo el aire acondicionado y el té con leche.

Pero salir a la calle y ver, y cuando digo ver me refiero no a mirar, sino a ver; entonces el corazón se encoge y hasta duele por los costados. Y me pregunto si hay alguna esperanza en todo esto, qué futuro les (nos) espera...