domingo, 28 de febrero de 2010
¡¡Kalán se ha ido!!
En Camboya más que en ningún sitio me estoy dando cuenta de la impermanencia, de que nada es eterno, de que todo cambia y, aquí, a una velocidad vertiginosa. Uno puede ir a un restaurante a comer casi a diario y comprobar que, en dos semanas, han cambiado las mesas o la cocina tres veces de sitio. O encontrar negocios que se cierran y se abren, o que se trasladan a otro punto de la ciudad. O que las personas cambian de trabajo de un día para otro, sin avisar con apenas antelación, y que raramente puedes despedirte.
Kalán me dijo el martes que el viernes sería su último día. Esa misma noche estuvimos hablando casi una hora en la calle. Llegó a este trabajo gracias a su amigo, que trabaja como chófer de mis caseros. El dueño de la casa es militar - de medio-alto rango, diría yo. La mujer es, como la mayor parte de mujeres camboyanas, una mujer florero -esta en particular fea y con mala leche- y la que, aparentemente, lleva las cuentas de la casa (también, por cierto, nuestro contrato de alquiler).
El trabajo de Kalán consistía, básicamente, en ser perro guardián de la casa: un trabajo de 24 horas que no le permitía moverse de la puerta excepto los viernes por la tarde, en que tenía descanso y dormía en su casa. La mayor parte del día su vida transcurría detrás de la verja de la casa, en un espacio de unos 8 metros cuadrados, donde pasaba el día tumbado en una hamaca, o leyendo algo, o haciendo recados o saliendo del otro lado de la verja a charlar con las vecinas de enfrente. Sin moverse más de 10 metros de allí durante 6 días y medio a la semana. Por la noche, Kalán dormía también a la puerta de casa: en un camastro desplegable con un colchón fino y mosquitera. No sólo hay mosquitos y cucarachas en PP, también unas ratas enormes.
Por si esto es poco, antes de comenzar el trabajo, la dueña de la casa le dijo que el sueldo sería de 100 dólares al mes. Le han pagado sólo 70 cada mes.
Claro, se ha hartado y se ha marchado a por otro trabajo. De momento, me dijo, irá a la frontera con Vietnam a trabajar en un casino por unos días (los casinos en Vietnam están prohibidos, así que en la frontera hacen negocio) y a finales del mes que viene comenzará a ser el chófer de una mujer aquí en PP. A ver qué le depara el futuro...
Se ha ido Kalán, con quien podía hablar porque chapurreaba inglés, y porque tiene la paciencia suficiente como para hablar con una guiri más de 2 minutos. Ha sido mi primera despedida en Camboya, pero eso poco importa, porque la vida sigue a un ritmo frenético, y ya mis caseros ya tienen un nuevo perro-guardián en forma de hombre camboyano, que seguirá viviendo en 8 metros cuadrados hasta que su cabeza aguante.
Porque llega un momento que ninguna cabeza aguanta el estatus de semiesclavitud en que viven muchos camboyanos, sirviendo en las casas, sin moverse de ellas, aceptando una inferioridad respecto al empleador totalmente injusta y que recuerda a otros tiempos que jamás debieron existir y que, por desgracia, aquí siguen totalmente presentes y aceptados.
La cabeza de Kalán dejó de aguantar hace unos meses, y lo sabía por su mirada al otro lado de la calle desde detrás de la verja de la casa. Las veces que le vi mirar así, sus ojos no miraban sólo al otro lado: su mirada traspasaba las casas, y el colegio, y el patio de atrás del colegio y hasta las calles paralelas. Su mirada anhelaba ver más allá. Intuyo que no sólo más allá de la calle, sino de su propia vida, a pesar de la resignación con que la mayoría de la población camboyana acepta su destino.
sábado, 27 de febrero de 2010
...y un funeral.
Vereis: aquí cuando alguien muere se prepara algo parecido a lo que se hace en las bodas: una carpa en medio de la calle (literal: las carpas suelen ocupar tanto que a veces no dejan circular el tráfico, ¡pero no hay problema!! porque esto es Camboya), con música durante todo (TODO) el día a todo trapo (que para eso la montan con unos altavoces impresionantes) y donde dan de comer a los invitados o allegados que se acercan a la celebración. Algo así:
Me enteré del acontecimiento estando en casa, cuando empecé a escuchar la música típica de los ovituarios camboyanos. Desde mi balcón tenía unas vistas estupendas (sobre todo del ataud vacío a la puerta de la casa), pero preferí bajar para ver todo más de cerca y, con un poco de suerte, preguntarle a Kanlá. Y hubo suerte, porque él estaba ahí abajo, como siempre.
En Camboya los funerales suelen durar tres días, y se vela el cuerpo en las casas (sin importar el calorazo que hace siempre). Suele haber una música muy característica (música tradicional jemer, interpretada casi siempre por un tipo de xilófono muy grande y a veces violín de una sola cuerda) que suena desde las 5 de la mañana hasta las 8 de la noche, sin parar. Un monje va a la casa y pasa toda la jornada allí, rezando, poniendo incienso, y no sé qué más, mientras que los allegados se sientan en las mesas que la familia pone bajo la carpa, para comer como está mandado.
Kabnlá me estaba explicando que el cuerpo no da olor porque lo lavan con té, cuando 6 personas sacaron al muerto para meterle en el ataúd, allí mismo, en la calle, a la puerta de casa. El cuerpo era el de un señor viejito y de cara arrugadísima, que estaba más tieso que la mojama. Nadie lloraba, y un chico le hacía fotos en el momento de meterle en el cofre: es bastante común acabar colgando en el salón de casa este tipo de fotos.
Acto seguido, las que serían sus hijas o sus nietas (estas sí, llorando) empezaron a meter toda la ropa del hombre en el ataúd. Acabaron cubriéndole la cara con un paño rosa fucsia. Después, entre muchas más personas, empezaron a arrojar sobre el cuerpo del viejito papeles dorados y plateados, cuyo significado no supo explicarme Kanlá (imagino que tendrá algo que ver con que lleve riquezas en su próxima reencarnación). Finalmente acabaron cubriendo el ataúd (ya no recuerdo si con paños blancos, además de con la tapa) y lo metieron en la casa (a medida que escribo me doy cuenta de todo lo que tendría que explicar para que comprendáis la situación). El chico que hacía fotos guardó la cámara y se sentó a aguardar la cena.
No quise ver más, y al día siguiente, al pasar por delante de la casa, vi que sobre el ataúd tenían algunas velas, y en la parte delantera una foto del fallecido de cuando no estaba arrugadito, y algunas flores. La música, las mesas, y el ataúd siguieron en el mismo sitio durante tres días. Y durante los tres días el ambiente era el mismo: muy tranquilo, sin lloros, como de reunión familiar sin pesares, aceptando lo que sucedía de manera natural y cotidiana.
La segunda noche, al llegar a casa, Kanlá estaba sentado en una de las mesas jugando a las cartas con algunos de los asistentes al velatorio. Me senté con ellos un poco, pero con mi nivel de jemer y su concentración en las cartas, la situación era un tanto rara, así que decidí marcharme. Por eso, y porque detrás de mí estaba la familia del muerto mirándome como el que ve a una gallina haciendo buceo. Vamos, que no pintaba nada allí.
Cuando volví del trabajo el miércoles ya habían desmontado el chiringuito. Por un momento eché de menos el ambiente musical y de despedida. Me pregunto si, al final, le habrán enterrado o incinerado.